viernes, 15 de enero de 2010

Ciudad a grietas.

Imagínate una ciudad, como cualquier otra. Con pocos y pintorescos personajes que se reconocen entre sí. Donde los murciélagos emiten secretos que rebotan de pared a oreja; tratando de evitar chocar con los que desean saciar su hambre con la suculenta desgracia de otros. Habitantes comunes, como moscas al revolotear en basurero, zumban, se paran una encima de otra, hurgan entre los excrementos, viven de lo putrefacto, contaminan. Una ciudad, en donde la cara de la gente se vuelve un volante, el cual se dobla, se le estruja, se le desecha.

Siempre gente diferente apresurándose a ir al trabajo. Los niños crecían tan rápido que emigraban en otoño antes de que el frío los inmovilizara. Los ancianos desaparecían en la inmensidad de sus canas, tratando de echarlas a un lado con el último suspiro. Los limosneros también se fueron, como perros cazados uno a uno desaparecieron. La iglesia erguida entre edificios, con lechuzas y habitada por los santos, fue olvidada por los feligreses quienes prometían no irse.

Así fue mi ciudad. Los habitantes hace ya mucho tiempo se fueron. Hicieron sus maletas y abandonaron sus casas. Siguieron su camino. Borraron sus huellas para olvidar por donde regresar; o tal vez borré sus huellas para jamás recordarlos, para que no volvieran a recorrer las calles maltratadas por el tiempo. Para otros transeúntes maquillé las calles como bienvenida.

El vaivén de los hombres y mujeres borraba huellas y coloreaba otras. Hubo turistas que descubrían la belleza, la fragilidad y el deterioro de la ciudad. Se enamoraban, se nutrían y se iban, y a su regreso… ya no era lo mismo. Y prometían no volver. Un gran hotel en forma de ciudad. De primavera a invierno, de navidades distinta y mi retrato intacto, sobre la pared, en donde el tiempo no pasaba.

Obscura y quieta, observa la vía láctea y los fuegos pirotécnicos de fiestas interminables, de otros poblados.

Quedaron solamente aquellos que se resistían a abandonar sus propiedades. Ya nada se podía hacer, la ciudad no prometía más que un día tras otro. El sol brillaba, sí; la luna seguía su ciclo, sí; llovía en julio y en meses poco habituales, sí. Pero no había con quien compartirlo. La ciudad se aburrió de la ciudad. Los columpios de la alameda, que divertidos mecieron a los niños, ahora suspiran cuando el viento logra mover sus pesados asientos.

Toda la ciudad suspira y en su gemido, sus paredes se cuartean. Y mis manos aún jóvenes, maltratadas por la cal y el yeso, resanan las grietas. Ven interminable el trabajo para no dejar caer a la ciudad.

Sin embargo en el centro, aquella plaza que gozó de paseos interminables; de la banda de los jueves con sus bellas melodías y con sus ancianos suspirando a su juventud. Donde cada domingo se congregaban los feligreses después de la misa de las ocho. En ese centro los árboles seguían firmes sobre la tierra y con gran sorpresa, florecillas amarillas de centros negros crecían por los alrededores siguiendo con fidelidad la luz del sol.

fopmarion

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