Quédate quieto.
Cállate.
Deja que el mar nos bañe en sudor
deja la espuma en mi vientre
déjate atrapar por las olas.
deja mi cabello
serpentear por tu cabeza.
Ahora,
mira mis ojos
y conviértete en piedra.
jueves, 12 de agosto de 2010
sábado, 23 de enero de 2010
Sólo un cuadro
Recuerdo las ganas de abrazarte.
Y figuré robarte un beso,
caminamos tomados de la mano.
Tú sonriendo y yo,
deseo colgarme a tu boca.
En ese cuadro soy tuya y eres mío.
No hay frío que congele muecas.
No hay calor que alargue peleas.
No hay lluvia que moje calles.
No hay ropas incómodas.
No hay lentes obscuros.
No hay relojes que midan conversaciones.
No hay anillos que nos unan.
No hay huellas en nuestros zapatos.
No hay pieles secas.
No hay maquillaje que oculte sombras.
Sólo hay dos personas de la mano.
Se huele a café, se sabe salado,
se mira dorado,
se escucha el zumbar
de abejas en la piel.
Y tú, tan estrella fugaz.
llegas y me envuelves en tu calor.
Te vas y me dejas en el frío.
Y en un suspiro te olvido
al siguiente desvanezco
para que no me veas languidecer.
Niego con la cabeza.
aprieto mi corazón para calmarlo.
abro mis manos para despedirte.
Y preparo mis pies para alejarme.
Y figuré robarte un beso,
caminamos tomados de la mano.
Tú sonriendo y yo,
deseo colgarme a tu boca.
En ese cuadro soy tuya y eres mío.
No hay frío que congele muecas.
No hay calor que alargue peleas.
No hay lluvia que moje calles.
No hay ropas incómodas.
No hay lentes obscuros.
No hay relojes que midan conversaciones.
No hay anillos que nos unan.
No hay huellas en nuestros zapatos.
No hay pieles secas.
No hay maquillaje que oculte sombras.
Sólo hay dos personas de la mano.
Se huele a café, se sabe salado,
se mira dorado,
se escucha el zumbar
de abejas en la piel.
Y tú, tan estrella fugaz.
llegas y me envuelves en tu calor.
Te vas y me dejas en el frío.
Y en un suspiro te olvido
al siguiente desvanezco
para que no me veas languidecer.
Niego con la cabeza.
aprieto mi corazón para calmarlo.
abro mis manos para despedirte.
Y preparo mis pies para alejarme.
DESPERTAR
Levanto mis pies y mis brazos
del sueño torpe.
Desenredo el bostezo del pelo.
Lavo mi cara
quitando lagañas de hastío.
Aviento pijamas
que han sudado pesadillas.
Y semidesnuda
visto mi cuerpo
de cotidiana cortesía
blusas discretas
y pantalones ajustados.
Los zapatos, los aretes,
el reloj,
simple utilería.
El rimel alza pestañas coquetas,
de ojos tristes que preguntan
¿qué es lo que verán?
Al final los labios,
sin más ambición que un beso,
se ocultan tras el labial.
Complice el espejo
Me envía a conquistar al día.
del sueño torpe.
Desenredo el bostezo del pelo.
Lavo mi cara
quitando lagañas de hastío.
Aviento pijamas
que han sudado pesadillas.
Y semidesnuda
visto mi cuerpo
de cotidiana cortesía
blusas discretas
y pantalones ajustados.
Los zapatos, los aretes,
el reloj,
simple utilería.
El rimel alza pestañas coquetas,
de ojos tristes que preguntan
¿qué es lo que verán?
Al final los labios,
sin más ambición que un beso,
se ocultan tras el labial.
Complice el espejo
Me envía a conquistar al día.
sábado, 16 de enero de 2010
El macaco
Era un verano, casi estoy segura de ello. Tal vez unas vacaciones de semana santa. No recuerdo muy bien. Bueno, bueno, en realidad les quiero platicar de mi excursión a la alberca. Y no hubiera sido tan relevante de no ser por el changuito que tenían a la entrada. Era peludo de color negro y blanco, tenía una graan cola y patas y brazos igualmente laaargoos. Su jaula era redonda y de malla ciclónica muy mal colocada, pues se encontraba abierta de la parte de abajo; al centro había un árbol sin hojas desde el cual, el macaco veía a la gente entrar y salir. Era un mico y era espectacular verlo ahí.
En realidad no hizo ninguna monería. Pero era ¡Genial! Y nos encontrábamos mirándolo, esperando que hiciera algo gracioso; nunca ocurrió. Más bien el mugroso simio me retó.
Traía yo un vestido blanco con rayitas anaranjadas, propio de una niña chiquita. Y en la cintura debía traer un listón anaranjado, pero era mucho mejor jugar con él, así que lo traía en las manos. Allí estaba, contemplando al changuillo, con mi juego de listón. De pronto, sin decir “agua va”, el simio de largas manos me quitó el listón anaranjado. Me quedé perpleja ¿Qué se creía ése animalejo? ¿Acaso no sabía que las cosas ajenas se deben pedir prestadas, jamás arrebatar? Estaba indignada y frustrada, pues inmediatamente después de robar de mis manos el listón, fue a posarse a la parte más alta de su tronco.
Mi papá me tomó de la mano y me guió hasta la mesa en donde nos colocaríamos mientras jugábamos en el agua. Mientras caminaba voltee a ver al chango con la promesa de que habría revancha. Me puse el traje de baño y me fui a clavar directamente en el agua. Por un instante me olvidé de recuperar mi listón.
De rato, muy de rato, cuando nos preparábamos para regresar a casa (así debió ser, porque traía puesto mi vestido), recordé que aún no podía partir sin mi listón. Me dirigí resuelta a recuperar lo mío. Mientras me aproximaba, tanteé el terreno. La malla seguía allí, el simio también y me veía con ojos curiosos. ¡Ese peludo animal no tenía idea de mi plan! Y ¿si entraba por la abertura en la malla? ¡Quizás pudiera entrar!
Llegué ante el mono, di la vuelta a la jaula y encontré la abertura. Colgaba de un extremo como objeto olvidado, mi listón. Del otro extremo él lo sostenía entre sus peludas manos. Sólo era cuestión de entrar, estirarme, tirar de él y salir inmediatamente. ¡Bien pensado! El plan era perfecto. Un segundo antes de ejecutar mi grandiosa estrategia, me sentía asustada. Pero el listón estaba allí pidiendo rescate. Respiré profundo y metí la mitad del cuerpo en la jaula. Y tal como lo pensé, lo hice: jalé y salí de la jaula. “Ojo por ojo” pensé.
El chango se quedó confundido al sentir el jalón y cuando no vio el listón entre sus manos, me buscó. Yo sentí al macaco salir por donde yo entré e imaginé que me perseguiría hasta acorralarme y quitármelo. No me arriesgué y me alejé de prisa, mostrándole el listón en señal de triunfo, en tanto comenzaba a gritar algo que pudiera traducirse como “¡Oye, ladrona! ¡Devuélveme mi listón!”.
Yo estaba feliz. Pero mis papás tenían caras de lápida cuando llegué con ellos. Habían visto mi travesía desde lejos, y me explicaron del daño que pudo haberme hecho. Como no obtuve ningún rasguño, sino el reclamo del peludo animal… ¡YO GANÉ!
En realidad no hizo ninguna monería. Pero era ¡Genial! Y nos encontrábamos mirándolo, esperando que hiciera algo gracioso; nunca ocurrió. Más bien el mugroso simio me retó.
Traía yo un vestido blanco con rayitas anaranjadas, propio de una niña chiquita. Y en la cintura debía traer un listón anaranjado, pero era mucho mejor jugar con él, así que lo traía en las manos. Allí estaba, contemplando al changuillo, con mi juego de listón. De pronto, sin decir “agua va”, el simio de largas manos me quitó el listón anaranjado. Me quedé perpleja ¿Qué se creía ése animalejo? ¿Acaso no sabía que las cosas ajenas se deben pedir prestadas, jamás arrebatar? Estaba indignada y frustrada, pues inmediatamente después de robar de mis manos el listón, fue a posarse a la parte más alta de su tronco.
Mi papá me tomó de la mano y me guió hasta la mesa en donde nos colocaríamos mientras jugábamos en el agua. Mientras caminaba voltee a ver al chango con la promesa de que habría revancha. Me puse el traje de baño y me fui a clavar directamente en el agua. Por un instante me olvidé de recuperar mi listón.
De rato, muy de rato, cuando nos preparábamos para regresar a casa (así debió ser, porque traía puesto mi vestido), recordé que aún no podía partir sin mi listón. Me dirigí resuelta a recuperar lo mío. Mientras me aproximaba, tanteé el terreno. La malla seguía allí, el simio también y me veía con ojos curiosos. ¡Ese peludo animal no tenía idea de mi plan! Y ¿si entraba por la abertura en la malla? ¡Quizás pudiera entrar!
Llegué ante el mono, di la vuelta a la jaula y encontré la abertura. Colgaba de un extremo como objeto olvidado, mi listón. Del otro extremo él lo sostenía entre sus peludas manos. Sólo era cuestión de entrar, estirarme, tirar de él y salir inmediatamente. ¡Bien pensado! El plan era perfecto. Un segundo antes de ejecutar mi grandiosa estrategia, me sentía asustada. Pero el listón estaba allí pidiendo rescate. Respiré profundo y metí la mitad del cuerpo en la jaula. Y tal como lo pensé, lo hice: jalé y salí de la jaula. “Ojo por ojo” pensé.
El chango se quedó confundido al sentir el jalón y cuando no vio el listón entre sus manos, me buscó. Yo sentí al macaco salir por donde yo entré e imaginé que me perseguiría hasta acorralarme y quitármelo. No me arriesgué y me alejé de prisa, mostrándole el listón en señal de triunfo, en tanto comenzaba a gritar algo que pudiera traducirse como “¡Oye, ladrona! ¡Devuélveme mi listón!”.
Yo estaba feliz. Pero mis papás tenían caras de lápida cuando llegué con ellos. Habían visto mi travesía desde lejos, y me explicaron del daño que pudo haberme hecho. Como no obtuve ningún rasguño, sino el reclamo del peludo animal… ¡YO GANÉ!
Arribo en el mar
Navegué a un puerto desconocido
hacia las farolas de su playa.
Arribé con caracola a cuestas
que una ola arrebató.
Para encontrar mi caracola
me adentré al mar.
Medusas blancas
tus besos
envenenaban mis labios.
En mar adentro
hallé tus tentáculos y tus ventosas
ellos enredaron mi cuerpo
ellas marcaron el compás
de mis caderas.
En mar
convertimos la tierra seca
y la cama en nuestra balsa.
entré a tus ojos verdes
y la espuma surcó el mar.
hacia las farolas de su playa.
Arribé con caracola a cuestas
que una ola arrebató.
Para encontrar mi caracola
me adentré al mar.
Medusas blancas
tus besos
envenenaban mis labios.
En mar adentro
hallé tus tentáculos y tus ventosas
ellos enredaron mi cuerpo
ellas marcaron el compás
de mis caderas.
En mar
convertimos la tierra seca
y la cama en nuestra balsa.
entré a tus ojos verdes
y la espuma surcó el mar.
Sol campesino

El sol
alguna vez labró la tierra
por el sur
Con la coa de sus rayos
labraron el vientre fértil.
Mientras el agua por la canaleta
recibía su semilla.
El sol campesino de la tierra se olvidó
Su cálido aliento dejó de soplar
sobre la hierba.
Ahora el cielo descarga nubes
en la campiña
y borra los surcos del sol campesino.
viernes, 15 de enero de 2010
Mariela
Hilaste en mi alba de madre
un cielo consagrado a Mariela.
Cuerpos traviesos tejían su manto de seda.
Mientras yo
arrebaté el destino de Mariela.
Tomé de tus ojos
El hilo destellante
y dibujé un halo.
Con punto medio bordé sus ojos
De avellana
Con punto medio la peiné
De trenza abenuz.
Y en punto de cruz
Mariela, como Margarita
cortaba blancas estrellas.
¡Rogaba que creciera en mis entrañas!
Pero la luna de mi vientre enrojeció el manto
Y ningún beso,
Ninguna aguja, ningún hilo
resarció el daño.
Se fue con Mariela el amor.
Resquebrajó en astillas
El bastidor de madre.
Mariela es ahora espejismo
Mariela escinde mi cuerpo
Mariela detiene el esperma
Mariela,
es más tuya que mía.
Maldita sangre infecunda
un cielo consagrado a Mariela.
Cuerpos traviesos tejían su manto de seda.
Mientras yo
arrebaté el destino de Mariela.
Tomé de tus ojos
El hilo destellante
y dibujé un halo.
Con punto medio bordé sus ojos
De avellana
Con punto medio la peiné
De trenza abenuz.
Y en punto de cruz
Mariela, como Margarita
cortaba blancas estrellas.
¡Rogaba que creciera en mis entrañas!
Pero la luna de mi vientre enrojeció el manto
Y ningún beso,
Ninguna aguja, ningún hilo
resarció el daño.
Se fue con Mariela el amor.
Resquebrajó en astillas
El bastidor de madre.
Mariela es ahora espejismo
Mariela escinde mi cuerpo
Mariela detiene el esperma
Mariela,
es más tuya que mía.
Maldita sangre infecunda
Ciudad a grietas.
Imagínate una ciudad, como cualquier otra. Con pocos y pintorescos personajes que se reconocen entre sí. Donde los murciélagos emiten secretos que rebotan de pared a oreja; tratando de evitar chocar con los que desean saciar su hambre con la suculenta desgracia de otros. Habitantes comunes, como moscas al revolotear en basurero, zumban, se paran una encima de otra, hurgan entre los excrementos, viven de lo putrefacto, contaminan. Una ciudad, en donde la cara de la gente se vuelve un volante, el cual se dobla, se le estruja, se le desecha.
Siempre gente diferente apresurándose a ir al trabajo. Los niños crecían tan rápido que emigraban en otoño antes de que el frío los inmovilizara. Los ancianos desaparecían en la inmensidad de sus canas, tratando de echarlas a un lado con el último suspiro. Los limosneros también se fueron, como perros cazados uno a uno desaparecieron. La iglesia erguida entre edificios, con lechuzas y habitada por los santos, fue olvidada por los feligreses quienes prometían no irse.
Así fue mi ciudad. Los habitantes hace ya mucho tiempo se fueron. Hicieron sus maletas y abandonaron sus casas. Siguieron su camino. Borraron sus huellas para olvidar por donde regresar; o tal vez borré sus huellas para jamás recordarlos, para que no volvieran a recorrer las calles maltratadas por el tiempo. Para otros transeúntes maquillé las calles como bienvenida.
El vaivén de los hombres y mujeres borraba huellas y coloreaba otras. Hubo turistas que descubrían la belleza, la fragilidad y el deterioro de la ciudad. Se enamoraban, se nutrían y se iban, y a su regreso… ya no era lo mismo. Y prometían no volver. Un gran hotel en forma de ciudad. De primavera a invierno, de navidades distinta y mi retrato intacto, sobre la pared, en donde el tiempo no pasaba.
Obscura y quieta, observa la vía láctea y los fuegos pirotécnicos de fiestas interminables, de otros poblados.
Quedaron solamente aquellos que se resistían a abandonar sus propiedades. Ya nada se podía hacer, la ciudad no prometía más que un día tras otro. El sol brillaba, sí; la luna seguía su ciclo, sí; llovía en julio y en meses poco habituales, sí. Pero no había con quien compartirlo. La ciudad se aburrió de la ciudad. Los columpios de la alameda, que divertidos mecieron a los niños, ahora suspiran cuando el viento logra mover sus pesados asientos.
Toda la ciudad suspira y en su gemido, sus paredes se cuartean. Y mis manos aún jóvenes, maltratadas por la cal y el yeso, resanan las grietas. Ven interminable el trabajo para no dejar caer a la ciudad.
Sin embargo en el centro, aquella plaza que gozó de paseos interminables; de la banda de los jueves con sus bellas melodías y con sus ancianos suspirando a su juventud. Donde cada domingo se congregaban los feligreses después de la misa de las ocho. En ese centro los árboles seguían firmes sobre la tierra y con gran sorpresa, florecillas amarillas de centros negros crecían por los alrededores siguiendo con fidelidad la luz del sol.
fopmarion
Siempre gente diferente apresurándose a ir al trabajo. Los niños crecían tan rápido que emigraban en otoño antes de que el frío los inmovilizara. Los ancianos desaparecían en la inmensidad de sus canas, tratando de echarlas a un lado con el último suspiro. Los limosneros también se fueron, como perros cazados uno a uno desaparecieron. La iglesia erguida entre edificios, con lechuzas y habitada por los santos, fue olvidada por los feligreses quienes prometían no irse.
Así fue mi ciudad. Los habitantes hace ya mucho tiempo se fueron. Hicieron sus maletas y abandonaron sus casas. Siguieron su camino. Borraron sus huellas para olvidar por donde regresar; o tal vez borré sus huellas para jamás recordarlos, para que no volvieran a recorrer las calles maltratadas por el tiempo. Para otros transeúntes maquillé las calles como bienvenida.
El vaivén de los hombres y mujeres borraba huellas y coloreaba otras. Hubo turistas que descubrían la belleza, la fragilidad y el deterioro de la ciudad. Se enamoraban, se nutrían y se iban, y a su regreso… ya no era lo mismo. Y prometían no volver. Un gran hotel en forma de ciudad. De primavera a invierno, de navidades distinta y mi retrato intacto, sobre la pared, en donde el tiempo no pasaba.
Obscura y quieta, observa la vía láctea y los fuegos pirotécnicos de fiestas interminables, de otros poblados.
Quedaron solamente aquellos que se resistían a abandonar sus propiedades. Ya nada se podía hacer, la ciudad no prometía más que un día tras otro. El sol brillaba, sí; la luna seguía su ciclo, sí; llovía en julio y en meses poco habituales, sí. Pero no había con quien compartirlo. La ciudad se aburrió de la ciudad. Los columpios de la alameda, que divertidos mecieron a los niños, ahora suspiran cuando el viento logra mover sus pesados asientos.
Toda la ciudad suspira y en su gemido, sus paredes se cuartean. Y mis manos aún jóvenes, maltratadas por la cal y el yeso, resanan las grietas. Ven interminable el trabajo para no dejar caer a la ciudad.
Sin embargo en el centro, aquella plaza que gozó de paseos interminables; de la banda de los jueves con sus bellas melodías y con sus ancianos suspirando a su juventud. Donde cada domingo se congregaban los feligreses después de la misa de las ocho. En ese centro los árboles seguían firmes sobre la tierra y con gran sorpresa, florecillas amarillas de centros negros crecían por los alrededores siguiendo con fidelidad la luz del sol.
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